Tecnología para acercarnos
Quienes venimos de otra época, recordamos los álbumes de fotografías que nuestros padres compilaban, en los que se encontraban los momentos de nuestra niñez que no quedaban movidos/desenfocados/sobreexpuestos y que habían sobrevivido a la tiranía del rollo con imágenes limitadas (hasta 36) y al proceso de revelado, en donde se perdía más de una buena foto. El álbum era ese objeto lleno de historias que nuestros padres compartían con los nuevos amigos, a veces despertando la indignación de quienes aparecíamos en las fotos. Pero, incluso cuando los comentarios nos hacían sonrojar, la foto se quedaba guardada en el álbum, como excusa para risas futuras.
Saltemos 20 años hacia el presente. Obviamente -casi que sobra recordarlo- las limitaciones de rollos desaparecieron, hasta nuestras mamás y abuelas tienen cámaras en sus bolsillos y, con plataformas como Facebook o Whatsapp, las fotos ya no tienen que quedarse en un álbum polvoriento. Están siempre disponibles en línea, y pueden ser transferidas fácilmente a nuestros dispositivos móviles, y compartidas una y otra vez entre nuestros contactos.
Esto -también parece innecesario recordarlo- ha permitido que los lazos entre familias y amigos, en muchos casos, se renueven. Ahora toda la familia y todos los amigos pueden estar atentos a cada momento, a cada paso, a cada palabra -esto es a veces literal- de un bebé o de un infante. ¿Cómo no hacerlo, cuando se trata de algo tan especial? ¿Cómo no hacerlo, cuando resulta TAN fácil?
En este estado de cosas, la solicitud de fotos es bastante recurrente para quienes nos convertimos en padres. Lo cual es afortunado, pues muchas personas se preocupan y tienen genuino interés en conocer los primeros momentos de una nueva personita. ¿Por qué no compartir todas las fotos posibles?
La otra cara de la moneda
Aunque a veces se vuelve parte del paisaje (y se ha hablado hasta el cansancio de ello), ninguno de los servicios y plataformas que usamos día tras día son realmente gratuitos. Alguien TIENE que pagar por ellos. Y en el caso de los servicios por los que fluye la mayor cantidad de fotos compartidas, como Facebook -¿es necesario recordarlo?-, no sólo de trata de empresas comerciales, sino con un modelo de negocio muy claro. La información sobre nuestros hábitos y gustos, representados en un complejo grafo social, es lo que Facebook ofrece como valor único a sus anunciantes. Al final del día, el negocio es lograr vender(nos) mejor y la promesa de ser más efectivos en ese proceso.
Por eso cada uno de nuestros likes y cada una de nuestras interacciones es valiosa, así como cada uno de los clicks que hacemos para confirmar quiénes son los que aparecen en una foto. Sin importar si la foto es pública o no, la información que tiene asociada persiste en los servidores de Facebook y alimenta nuestro grafo personal.
Así que cuando compartimos las fotos de nuestros hijos en Facebook, estamos enseñándole a la máquina que hay alguien nuevo que tiene una relación especial con nosotros. Que afecta nuestros hábitos de navegación y de compra y que, por otro lado, será un cliente potencial al cual venderle cosas en unos años. Lo novedoso de esto es que es algo que nunca antes en nuestra historia habíamos tenido: una empresa que recopile información sobre una persona desde su nacimiento, la cual pueda ser usada para construir un perfil desde mucho antes de que esa persona tenga poder de decisión alguno (insertar capítulo distópico de Black Mirror aquí). No es en vano que a Eric Schmidt le gusta decir que Google nos conoce mejor de lo que nosotros mismos nos conocemos, a partir de los clicks que hacemos. Basta con imaginar este escenario para ver lo atractivo que resulta para estas empresas y para imaginar las discusiones en las reuniones de estrategia.
– ¿Pero Whatsapp es diferente, no? ¡Yo sólo le envío fotos a mi familia por Whatsapp!
Bueno, Facebook compró Whatsapp en 2014 por una suma escandalosa. Y -¿es necesario recordarlo?- estas no son transacciones inocentes, sino ‘estratégicas’. Las interacciones que ponen en juego los millones de usuarios de Whatsapp a través de sus teléfonos móviles -TODAS ellas- representan otro grafo más de relaciones. Y cuando vinculamos nuestra cuenta de Facebook con nuestro número de teléfono, creamos una relación directa entre los dos grafos. Incluso si no lo hacemos, es posible inferir la relación a partir de la estructura del grafo (de eso se trataba lo de los perfiles sombra de hace algunos años).
Potencialmente, con lo que le enseñamos al sistema de reconocimiento facial de Facebook, es factible identificar a quienes están en las fotos de Whatsapp. Y como las imágenes suelen llevar metadatos de georeferenciación, de paso estamos indicando en dónde se tomaron esas fotos. De allí las promociones de acceso ‘gratuito’ desde móviles (sin gastar tu plan de datos!) a Facebook y Whatsapp. Todas estas cosas que registramos cuando aumentamos nuestro consumo consolidan un panorama más completo de nuestras vidas, hábitos e intereses. Información clave para enriquecer nuestros perfiles de consumo (y los de nuestros hijos). Sumemos a eso la siempre inquietante relación entre las empresas de tecnología y algunos gobiernos, y el panorama se pone más extraño aún (insertar novela/película distópica totalitaria aquí).
Ahora, esto no es un asunto de satanización de la tecnología, sino un recordatorio de que estamos hablando de negocios. Y así como Facebook está en el negocio de la publicidad focalizada a partir del levantamiento de perfiles de usuario, otras empresas están en el negocio del almacenamiento de archivos en general (Dropbox, Box), o de imágenes en particular (Flickr -propiedad de Yahoo-, 500px). Es decir, guardar fotos en ellas tiene otras implicaciones (que bien pueden ser igualmente curiosas, como en el caso de los términos de uso de Instagram, también propiedad de Facebook). Así que en realidad, puede que el problema no sea -necesariamente- el acto mismo de compartir imágenes, sino los canales que usamos para hacerlo.
¿Y entonces?
Desde mi perspectiva, estamos como adultos frente a una situación que ninguna generación tuvo que vivir antes. Tenemos entre manos la responsabilidad de decidir sobre el nivel de exposición en línea que queremos para los más pequeños, y sobre qué prácticas modelamos para ellos. Una tarea nada sencilla, que como tantas otras cosas de la crianza termina siendo un asunto de decisión personal.
Así que, en lo personal, encuentro indispensable no perder de vista cuál es el entorno tecnológico en el que nos encontramos, y decidir (ojalá de manera informada) si estos cuestionamientos son apenas tecnoparanoia o si hay algo de realidad en ellos, para decidir luego cuáles canales tiene sentido usar, y qué contenido conviene publicar en ellos. Por supuesto, sería ingenuo suponer que es posible lograr independencia o control total, pues una vez una imagen -o cualquier archivo- está en el dominio de lo digital, el control deja de existir. Sin embargo, el punto es que son nuestros hijos como individuos -no nosotros- quienes deberían poder decidir sobre su presencia en línea. Tendrían que ser ellos quienes decidan si quieren ser reconocidos o no por un sistema automático. Mientras los hacen, los adultos somos apenas guardianes -ojalá responsables- de su privacidad.
Al final, no deja de ser llamativo que tengamos tantas campañas para que los adolescentes cuiden el material que publican en línea, pero que el tema de la publicación de fotos que incluyen a bebés y niños por parte de sus padres sea mucho menos abordado. Lo que habla del momento -todavía incipiente- en el que se encuentra la incidencia de la tecnología en nuestra sociedad, y de la necesidad de seguir estimulando una discusión que cobra nuevos matices a medida que pasan los años.
Entonces, a quienes me siguen preguntando por fotos, les agradezco su paciencia mientras logro encontrar una buena salida a este dilema. 🙂