Sigo con mi traducción de An introduction to connective knowledge de Stephen Downes. Esta es la segunda sección. Para propósitos de claridad, empezaré a incluir enlaces a las secciones anteriores en cada nuevo post.
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Una introducción al Conocimiento Conectivo
por Stephen Downes
b. Interpretación
Lo que “sabemos” sobre el mundo es irreductiblemente interpretativo. Es decir, nosotros no obtenemos a través de nuestros sentidos y nuestra cognición ningún tipo de conocimiento directo sobre el mundo sino que, más bien, interpretamos las sensaciones que recibimos. Esto es cierto no sólo para el conocimiento conectivo, sino para los tres tipos de conocimiento.
Considere las cualidades, por ejemplo. Asumimos como básico o atómico (consulte a personas como Ayer [4], por ejemplo) que un enunciado como “esta manzana es roja” representa un hecho puro y sin ajustar. Sin embargo, mirándolo más de cerca vemos cuánto hemos añadido a nuestra sensación original con el fin de llegar a este hecho:
En primer lugar, la manzana en sí misma no tiene ningún color inherente. El color es una propiedad (específicamente, la longitud de onda) de la luz que se refleja de la manzana. Si estuviera bajo una luz de un color diferente, veríamos a la manzana diferente –se ve blanca en luz roja, por ejemplo, o gris en una luz atenuada. Sin embargo, decimos que la manzana es “roja” – estandarizando nuestras descripciones del color para adaptarnos a la luz natural que nos rodea día a día.
En segundo lugar, nuestra percepción de la manzana como “roja” depende de que organicemos nuestros patrones de luz de una determinada manera. Cuando yo era niño, el espectro tenía seis colores – rojo, naranja, amarillo, verde, azul y morado. Como adulto, encontré que un séptimo color – índigo – había sido añadido. No es que un nuevo color comenzó a existir cuando yo tenía veinte años, sino que nuestra nomenclatura cambió. De manera similar, podemos dividir los colores del espectro de muchas formas: “rojo”, por ejemplo, puede incluir tonos tan variados como ‘escarlata’ y ‘cereza’. O ‘#FF0000’.
Y en tercer lugar, cuando decimos que “la manzana es roja” estamos aprovechando nuestra capacidad lingüística previa para usar las palabras ‘manzana’ y ‘rojo’ correctamente y aplicarlas a las circunstancias apropiadas. De hecho, nuestro conocimiento previo a menudo moldea nuestras percepciones: si le mostrara una manzana en una luz tenue, de modo que todo lo que pueda ver sea gris, y le pregunto de qué color es, usted respondería ‘roja’ debido a sus expectativas previas sobre las manzanas y lo rojo.
De forma menos intuitiva, pero igualmente clara, la interpretación se aplica al conocimiento cuantitativo. Es fácil decir que una frase como “hay veinte niños en edad escolar en el patio” es un hecho básico, pero todo depende de cómo se clasifican los escolares. Supongamos que, sin que lo sepamos, uno de los niños acaba de ser expulsado. ¿Es nuestra afirmación falsa ahora? No de manera obvia. Tal vez uno de ellos tiene más de dieciséis años. ¿Es esta persona todavía un niño (y por lo tanto, está en “edad escolar”)? Depende de su punto de vista.
La cuantificación es esencialmente la enumeración de los miembros de una categoría o conjunto. Por lo tanto, depende fundamentalmente de la forma en la que el conjunto es definido. Pero la pertenencia a un grupo, a su vez, está (normalmente) basada en las propiedades o cualidades de las entidades en cuestión. Así que tal condición de miembro se basa en la interpretación, y por lo tanto, también lo hace el conteo.
Uno podría estar tentado a decir que, aunque las instancias aplicadas del conteo están basadas en la interpretación, las matemáticas en sí no lo están. Pero en mi opinión, esto también sería un error. Por un lado, tal como personas como Mill y Kitcher argumentan [5], la importancia de las reglas de las matemáticas depende de la verificación empírica: decimos que uno más uno es dos, no por un sentido innato de la bondad, sino porque cuando ponemos una oveja junto a otra, observamos que hay dos. Nada más que nuestras observaciones nos impide decir que uno más uno es tres y, en algunos contextos, tal declaración tiene total sentido.
Referencias
[4] A.J. Ayer. 1952. Language, Truth and Logic. London: Gollancz. Dover Publications; 2nd edition.
[5] Philip Kitcher. 1985. The Nature of Mathematical Knowledge. Oxford University Press.
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Hay un mensaje muy importante en este fragmento, que no recuerdo haber encontrado de manera contundente en ningún momento de mi formación: no percibimos lo que es, sino lo que interpretamos de lo que percibimos. Considerando además la cantidad de supuestos automáticos que nuestra percepción usa (por ejemplo, el sentido de profundidad o la unidad de los objetos que percibimos), es inevitable empezar a desconfiar un poco de ella (como recuerdo haberle escuchado a Stephen en alguna de las conversaciones que hemos tenido: cualquier cosa que creemos que el mundo es, no lo es en realidad).
En esta línea, libros como Thinking fast and slow, Predictably Irrational, Sway o The Invisible Gorilla abordan en detalle las curiosas formas en las cuales opera nuestro cerebro y nuestra intuición para llegar a conclusiones erróneas y, con frecuencia, ilógicas e irracionales. Lo curioso es que, a pesar de esta realidad, lo que recuerdo haber aprendido en mis años escolares era que, por progresión cronológica, nos encontrábamos en una Era de la Razón y, además, somos seres esencialmente racionales. Algo interesante es que bien puede ser que este mensaje no fuera explícito (visto en una materia específica), sino que se derivaba de la forma en la cual eran presentadas las diversas disciplinas. Me temo que la experiencia educativa que tuve me convenció de que, en general, las respuestas ya existían y mi misión era simplemente aprenderlas. El lío es que, al no existir posibilidad de crear, el sentido también empieza a desaparecer (digo yo).
Desde hace algún tiempo pienso que aprender un poco más acerca de cómo funciona nuestro cerebro tendría que ser algo esencial para cualquier persona, en especial un docente. Tal vez eso permitiría comunicar un sentido de humildad y, al mismo tiempo, de asombro por lo que hemos sido capaces de hacer en el mundo a pesar de las limitaciones con las que vivimos. Qué bueno vivir en un estado de asombro…
Creo que la frase de Stephen fue, al final, algo que desencadenó mi pregunta permanente: “¿y si estoy equivocado?”. Si no puedo confiar por completo en mi percepción ni en mis propios procesos mentales, siempre cabe la posibilidad de estar equivocado. Y eso significa que, por un lado, debo estar más atento a lo empírico (por ejemplo, ¿coincide mi observación de un joven con lo que se supone que está en capacidad de hacer cuando lo categorizamos como nativo digital?) como base de la inferencia y, por otro, siempre existe la posibilidad de mejorar.
Un último pensamiento: el lenguaje forma y limita nuestro mundo. Y no solemos darnos cuenta de ello. Esto no es una afirmación concluyente, pues es algo que de hecho todavía se debate en el área de la lingüística, sino un pensamiento que tengo que tratar de entender más. En cualquier caso, lo cierto es que el lenguaje es un instrumento mucho más poderoso de lo que uno, como ciudadano de a pie, imagina cotidianamente (por ejemplo, en la línea de los enunciados performativos de Austin). Es algo que me sorprende y me asombra con frecuencia.
Un último detalle (ahora sí): Un reparo de un comentarista del artículo original es que es posible llegar a la conclusión de que uno más uno es dos sin acudir necesariamente a la verificación empírica, sino a partir de una teoría de conjuntos axiomática. Indica el comentarista: “De acuerdo, una teoría de conjuntos ‘axiomática’ depende de un conjunto de axiomas presupuestos, y el punto de estos axiomas es llegar a una teoría que es empíricamente verificable pero, no obstante, la verificación empírica no es necesaria para argumentar que uno más uno es igual a dos”. Algo a tener en cuenta.
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