Hace poco más de tres años, en una de mis primeras presentaciones de mi etapa post-Ministerio, traté de articular diversos aspectos de la educación y la tecnología (como los percibía en ese momento) usando como metáfora una cebolla.
A esa presentación siempre le he tenido bastante cariño, pues me ayudó a articular unas pocas claridades y un montón de preguntas que quedaban abiertas. En especial, aquellas relacionadas con los fines de la educación, una discusión que hasta el momento era algo ajena para mi. En la presentación trataba de articular algunos aspectos que me inquietaban respecto a esos fines, y proponía que los fines a los que le apostamos dependen en buena medida de la perspectiva desde la cual vemos el mundo (algo que suena obvio ahora, pero en fin).
La parte final de esa presentación articulaba algunas ideas que más tarde se incorporaron a los talleres EduCamp, y que de hecho fueron mis primeros intentos por aclarar mi percepción del tema de Ambientes Personales de Aprendizaje. En retrospectiva, y siendo auto-crítico, la presentación era más una exposición de diversos temas con los que estaba en contacto en la época que una reflexión que evidenciara mi punto de vista personal. Pero de eso se trata el aprendizaje, a fin de cuentas, no?. De empezar con simple información y generar conocimiento personal. Hace tres años yo estaba más enfocado en la información, sin duda.
Por eso me resulta muy significativo regresar a visitar esa presentación después de tres años. Midas Educa, una organización chilena (a través de su directora, Gloria Carrasco, quien me invitó a hacer otra presentación en 2009) y Ciberespiral, una organización española (a través de Pilar Soro), me invitaron a participar de un seminario en la ciudad de Concepción (Chile) llamado Aula 2.0: Tejiendo redes desde el sur del mundo, que se está llevando a cabo justo hoy, viernes 7 de Octubre.
Como parte de este seminario, realizaré un mini-Educamp de un par de horas (el primero que hago en Chile), y que servirá como antesala de la tercera cohorte de ArTIC (y del primer EduCamp completo en México, la próxima semana). Adicionalmente, estoy participando en una mesa redonda llamada Competencia digital: aprender para enseñar, en la que inicialmente tendría 20 minutos para intervenir, que luego se convirtieron en 10 (!!!).
Ese reto me cayó de perlas para organizar mis ideas sobre un tema que abordamos en ArTIC y que tenía en el tintero: la pregunta del ¿para qué?. Desde hacía rato quería regresar a mi presentación de las cebollas, y encontré que esta era una muy buena oportunidad para ello.
Contar con sólo 10 minutos me llevó a hacer algo que no suelo hacer: poner por escrito lo que voy a decir antes de decirlo. Así que aquí está el texto de mi intervención no editada (alrededor de 13 minutos), que vuelve sobre las cebollas y, en una lógica similar a la de la charla TED de Simon Sinek, transita entre el cómo, el qué y el por qué y para qué. Hay diversos datos y reconocimientos que, por tiempo, no quedaron en el ‘final cut’ (ja):
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Quiero usar mis diez minutos para hablar de cebollas. O mejor, para usar una cebolla como medio para compartir algunas reflexiones personales sobre la educación, el aprendizaje y la tecnología. ¿Por qué una cebolla? Porque permite diferenciar distintas capas y quitarlas para acercarnos a un posible centro, con el que se relacionan y del que dependen las capas externas. Una buena metáfora.
Mi tecno-cebolla educativa tiene varias capas. La más externa representa lo que parece estar en mayor movimiento cuando hablamos de educación y tecnología: su uso. Es esa capa de aparatos, dispositivos y, en un sentido amplio, tecnologías que aparecen continuamente a nuestro alrededor, y que impactan no sólo nuestro lenguaje y hábitos cotidianos, sino que abren posibilidades que hace 15 o 20 años eran parte de la ciencia ficción. Esta capa es bastante dinámica, tanto que puede resultar angustiante porque cuando finalmente creemos que la tenemos “bajo control”, cambia. Como es la capa más visible, es la que recibe mayor atención.
Durante años hemos invertido cantidades asombrosas de esfuerzo y dinero en “capacitar” a docentes para que hagan cosas con algunos pedazos de esta capa. Incluso hemos terminado algo frustrados porque, una vez termina el curso sobre herramientas de productividad, de lo que hay que aprender es de objetos de aprendizaje, y luego no se puede quedar por fuera la realidad aumentada o la web semántica, sea lo que sea que signifique. Es como si quedáramos atrapados en un ciclo sin salida.
Así que tenemos el problema de cómo “enseñar” a usar la tecnología. Y recientemente, hemos empezado a jugar con una idea curiosa. Hemos empezado a suponer que los niños y jóvenes contemporáneos tienen unas fantásticas habilidades automáticas de uso de la tecnología, de TODA tecnología, para cualquier fin. Y al llamarlos nativos, generamos categorías que nos ocultan la enorme diversidad de usos y de usuarios de la tecnología. Peor aún, terminamos suponiendo que la clave de la destreza tecnológica está en pertenecer a un rango de edad específico. Y que es cuestión de esperar a que los “nativos” releven finalmente a esa generación que, simplemente, no entiende la tecnología.
El problema es que al asumir esta postura, nos olvidamos de las particularidades sociales y económicas de nuestros países, y terminamos viendo el mundo (y su futuro) a través de los lentes de países desarrollados, con todos los problemas evidentes que eso genera. Basta con preguntarse en qué contextos sociales y económicos surge la idea de los nativos, para empezar a encontrar cosas que, por lo menos, tendríamos que reconocer como curiosas. Para empezar a encontrar que tal vez estamos entendiendo el mundo a partir de opiniones, no de hechos.
De nuevo, la capa más externa es la más visible, la más dinámica. Pero si hablamos de educación y aprendizaje, es obvio que no es la única.
Cuando pienso en los procesos educativos, veo otra capa más: la de las técnicas, métodos y modelos. Es una capa más establecida que la anterior, pero que ha sido impactada enormemente por ella. Aquí está todo lo que sabemos y practicamos en cuanto a didáctica, pedagogía y andragogía. Es, curiosamente, un área de estudio más o menos reciente, y que tiene una relación cercana con el establecimiento de los sistemas educativos formales en la segunda mitad del siglo 19, cuando el problema de la enseñanza (esto es, cómo enseñar) adquirió una relevancia estatal y se convirtió en una actividad profesional.
Aunque es obvio que la irrupción de la tecnología tiene que haber afectado a esta capa, diversos estudios sugieren que la modificación ha sido marginal, cuando pensamos en el panorama global. Esto se debe, entre otras cosas, a limitaciones de acceso que poco a poco tratan de ser resueltas con iniciativas como las de computación uno a uno o con el uso, todavía incipiente, de dispositivos móviles.
Pero, para el caso de algunos de nuestros países, a veces ni siquiera es un problema de actualización de métodos o de dispinibilidad de equipos. Simplemente, ese conocimiento no existe en algunas zonas, en donde los docentes de educación básica tienen una formación escasa. Aunque es algo que solemos dar por sentado, el fantasma de la formación de nuevos docentes y su calidad asoma la cabeza, para complicar el problema. Lo mismo, el asunto de los requisitos formales que debe cumplir un docente, que cambian de un país a otro y que a veces tienen que ser revisados cuando la realidad es más complicada que la prevista por las políticas.
Aquí, de nuevo, aparecen diversos programas de formación para resolver las deficiencias. A veces son cursos sobre temas específicos: webquest, o alguna de las muchas técnicas de diseño instruccional; o recientemente, documentos detallados que hablan de cuáles son las competencias que debe tener un docente frente al uso de la tecnología. Aquí aparece una palabra que siempre ha llamado mi atención pero que suele mantener un bajo perfil: “debe”.
Ese verbo es muy especial, pues pretende definir cómo se espera que sea el mundo, y cómo se espera que las personas actúen. Aunque tiene un bajo perfil, el ‘debe’ se convierte rápidamente en programas de certificación e indicadores (a veces nacionales) que garantizan que se esté cumpliendo de manera adecuada. Con mucha frecuencia, el ‘debe’ es decidido por personas y entidades que no necesariamente lo cumplen, sino que lo identifican como fundamental para lograr algún fin, sobre el cual tampoco suele discutirse demasiado.
Así que tanto la capa anterior como esta han empezado a estar teñidas por un “debe” definido por comentaristas (muchos de ellos), investigadores (no tantos de ellos), instituciones, gobiernos y organismos como la Unesco. El “debe” no es algo que cada uno de nosotros decida, sino algo que tenemos que cumplir, así no lo sepamos aún.
Pero lo más inquietante para mi, de esta segunda capa, es que suele convencernos de que existe “una” receta. Una respuesta mejor que las otras, un método, una técnica que sí sirve. Peor todavía, a veces nos convence de que esas recetas tienen que venir de otro lugar. De que alguien más tiene que encontrarlas y definirlas, y nuestra misión es simplemente absorberlas y replicarlas.
Más adentro de la cebolla, hay una tercera capa. La capa de las concepciones sobre el aprendizaje. Como notarán a este punto, uno podría decir que cada capa depende en alguna medida de las capas más internas, y tiene algún efecto en las capas más externas. Lo que no es claro es si ese efecto es siempre consciente o incluso visible.
Yo pienso que esa incidencia no sólo existe, sino que puede ayudar a entender por qué en ocasiones existe una brecha tan notoria entre el discurso y la práctica, algo que he notado a lo largo de estos años. Muchos de nosotros tenemos un discurso de avanzada, que habla del potencial y posibilidades de la tecnología, pero por alguna razón cuando observamos la práctica sigue siendo la misma de siempre, pero con computadores. Es curioso ver cómo muchas de las limitaciones históricas que la presencialidad nos ha impuesto siguen presentes en buena parte de nuestras experiencias de aprendizaje apoyadas en tecnología, cuando en muchos casos ya no existen. Pero volvamos a la cebolla.
En esta capa, encontramos ideas bastante consolidadas: las de diversas teorías de aprendizaje, que han intentado explicar desde el comportamiento y la cognición la forma en la cual las personas aprenden. Este proceso de búsqueda, que empezó con la imagen icónica del perro de Pavlov, ha generado tres escuelas más o menos definidas: el conductismo, el cognitivismo y el constructivismo.
Pero estas teorías, como toda teoría, son sólo una aproximación a un fenómeno. Si bien nos han ayudado a encontrar, para bien o para mal, técnicas y mecanismos que posibilitan y facilitan el aprendizaje, no son la respuesta final. Así que, cuando la capa de la tecnología se vuelve tan importante, se intenta darle un sentido a lo que implica en términos de aprendizaje, y aparecen discusiones sobre cosas como el conectivismo, en donde el foco parece estar en las conexiones, en lugar del comportamiento, la cognición o la construcción.
Aparece, también, una tensión interesante entre esta área que históricamente ha estado ligada a los procesos psicológicos y la neurociencia, que está generando mucha información nueva respecto a cómo ocurre el aprendizaje desde una perspectiva más biológica, o la teoría de redes, que está generando un montón de hallazgos curiosos que hablan sobre el papel de lo social y lo colectivo en el desarrollo personal. Curiosamente, estas tensiones y enfoques emergentes suelen llevar más a una competencia entre conceptos que a una síntesis productiva. Y mientras se discuten los conceptos, la práctica sigue en las mismas. Porque, entre otras cosas, a veces no es sencillo entender cómo los conceptos se llevan a la práctica.
Y como no hay tantos ejemplos demostrativos, no hay suficientes recetas disponibles para aprender y replicar. Pues la segunda capa nos convence de que las soluciones vienen de afuera.
Para mi caso personal, llegar a este punto de la cebolla requirió años. Así que, como podrán ver, no aprendo tan rápido como quisiera.
Pero la cebolla no termina aquí. Mi cebolla personal tiene un centro diferente, que me devuelve a una discusión en la cual las ciencias naturales y sociales no tienen tanta incidencia, así yo haya creído lo contrario durante mucho tiempo. El centro de mi cebolla, lo que informa y moldea todo el resto, corresponde a los fines de la educación, algo sobre lo que nunca me hablaron mientras estuve en el colegio o la universidad, y sobre lo que yo no hablaba cuando empecé como profesor de mi área, pues no hacía parte del currículo.
Tampoco recuerdo haber discutido acerca de los fines cuando trabajé como desarrollador o diseñador instruccional. Las capas externas de mi cebolla parecían ajenas por completo a esta discusión. Lo mismo las teorías de aprendizaje, que son apenas explicaciones de un qué, pero nunca se comprometen de manera directa con un para qué.
No obstante, es claro que esos fines existen, de manera explícita o implícita. Y con mucha frecuencia tienen que ver con ideología, proyectos políticos o económicos. Como en la segunda capa, decisiones que otros tomaron y que cada uno de nosotros vive sin pensar mucho al respecto.
Pienso que la reflexión personal acerca del para qué, que yo no hice en muchos años, y que percibo bastante incipiente en esta área, es fundamental para abordar de una manera diferente las capas externas de la cebolla. Es fundamental, porque al enfrentarse al problema y empezar a definir una posición personal, el sentido de las actividades de formación en las que intervengo cambia por completo.
Mi para qué actual es cercano al que ya ha sido imaginado en el pasado por personas como Dewey, Ilich, Postman, Freire, Holt o Bruner. Coincido con que la educación tiene una misión doble de preservación y subversión. Preservación de esas cosas de nuestra historia y naturaleza que nos permiten entender cómo y por qué estamos en donde estamos, y subversión del status quo para ayudar a nuevas generaciones a encontrar soluciones para los problemas que aquejan a nuestras sociedades, pero ante todo, para que esas nuevas generaciones lo hagan mejor de lo que nosotros lo hemos hecho.
Así que no se trata de capacitar mano de obra productiva, o de generar las competencias necesarias para conseguir un anhelado empleo como simple trabajador del conocimiento, o de volver más competitivo a tal o cual país. Desde mi propia cebolla, se trata de algo mucho más urgente: desarrollar las habilidades que permitan a una nueva generación navegar por un futuro que va a estar lleno de incertidumbres de todo tipo: climáticas, energéticas, sociales, políticas, económicas. Se trata de prepararnos para una transición que, aunque puede ser inevitable (aunque no lo creo), puede ser sensata si pretendemos sobrevivir en este planeta.
Mi para qué, mi fin personal en las actividades en las que intervengo, es estimular la autonomía de quienes hacen parte de ellas, propiciar la interacción entre ellos, reconocer y abrir la puerta a la diversidad de puntos de vista y resultados, y promover la apertura a nuevos puntos de vista e ideas. Estas cuatro condiciones son lo que Stephen Downes llama la ‘condición semántica’ que requiere el aprendizaje en red exitoso. Yo prefiero recordarlas usando la palabra AIDA.
Algo que me gusta de estas características convertidas en fines es que no tratan de comunicar cuál es “la respuesta”, sino que habilitan a cada persona a caminar su propio camino. Como lo pondría Marshall McLuhan, “No quiero que me crean, sólo quiero que piensen”.
Voy a devolverme ahora por las capas de la cebolla, para contarles un poco de cómo mi aproximación ha cambiado en los últimos años, a partir de este proceso.
Mi noción de fines está reflejada por una mirada respecto al aprendizaje que no se apoya en una única teoría, sino que trata de reconocer lo más útil en cada una de ellas pero dando algo de preferencia, hay que decirlo, al enfoque de las redes en el aprendizaje, y a la idea de que la red social externa corresponde a la red neural interna de algún modo, en un proceso de retroalimentación permanente. Cuando cambiamos dentro, nuestra percepción de la externo cambia. Y cuando lo externo cambia, inevitablemente cambiamos. Nos adaptamos permanentemente.
Tal perspectiva del aprendizaje se concreta en un ‘lema’ sencillo: ‘todos somos aprendices’. Curiosamente, en mi experiencia he notado que muchos de nosotros parecemos haber olvidado esto y que, cuando vivimos experiencias que nos ponen en contacto con esta idea, descubrimos que tenemos una capacidad mayor de la que pensábamos, y que todas las cosas que no sabemos son apenas oportunidades para seguir aprendiendo. ¿No debería la educación hacer esto?
Esos convencimientos sobre el aprendizaje impactan, por supuesto, los métodos y técnicas que he usado en mis experiencias de formación docente en los últimos años. Ahora busco propiciar espacios desestructurados y descentralizados, en donde el orden no está predefinido sino que emerge a partir de la interacción presencial o en línea entre personas. En donde cada cual puede elegir, dentro de un marco común, aquellas cosas que necesita o quiere aprender, para aprenderlas luego contando con toda una red de apoyo para hacerlo. En donde reconocer el ambiente personal de aprendizaje, esas circunstancias tan particulares y con frecuencia inconscientes que definen qué y cómo aprendemos, es una tarea clave para proceder a ampliar nuestras posibilidades.
Esas posibilidades incluyen, justamente, a la capa más externa de la cebolla. La tecnología se convierte apenas en un medio para llevar a cabo la interacción, para expresarse. Se vuelve una herramienta para amplificar nuestras posibilidades actuales, un componente que hace visible nuestra red social externa de manera que podamos empezar a hacer conciencia de su configuración y del impacto que tiene en nuestra red neural interna.
Cuando vamos de adentro hacia afuera de la cebolla, dejamos de estar al servicio de la tecnología para empezar a descubrir su potencial a nivel personal. Y cuando lo descubrimos, vemos también que, aunque podemos aprovechar muchas ideas de otras personas, será inevitable que hagamos nuestras propias adaptaciones, en función de nuestras necesidades e intereses específicos. Dejamos de estar enfocados en el “qué” y el “cómo”, para pasar a pensar en el “por qué” y “para qué”.
Sobre todo, recordamos que biológicamente tenemos la habilidad de aprender y adaptarnos permanentemente. Y que podemos hacerlo, pues este no es el tiempo de los nativos, sino que también es nuestro tiempo. Estamos vivos, aquí y ahora, y tenemos la capacidad de observar el mundo, cuestionarlo y decidir cómo actuar ante él. Tenemos la capacidad de decidir que no nos gusta lo que vemos, y arriesgarnos a hacerlo mejor. No porque un documento, la moda o la publicidad lo digan, sino porque lo decidimos.
Lo que he aprendido y experimentado hasta el momento, me sugiere que en lugar de teoría respecto a cómo enseñar a aprender, algo que nos hace falta son modelos de rol que nos inspiren a actuar de una manera diferente. Está en nuestras manos ser esos modelos para quienes nos rodean. Depende sólo de nosotros el lanzarnos a “ser el cambio que queremos ver en el mundo”, como lo indicaba Gandhi.
Pero para hacerlo, tenemos que reflexionar sobre nuestra propia cebolla, empezar a descubrir nuestras propias capas y el centro desde el cual nos movemos. Quiero invitarlos a que este evento sea una excusa para preguntarnos ‘¿para qué?’, y arriesgarnos a responder de manera amplia, crítica y cruda. Ya no es una opción no hacerlo.
Para terminar quiero hacer un breve homenaje a alguien que murió hace un par de días, y que con una simple idea se convirtió en inspiración para muchos de nosotros, en muchos aspectos (Steve Jobs). Arriesguémonos a pensar diferente.
Muchas gracias.
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Todavía no estoy seguro de publicar las dispositivas, o hacerlo en un video con el texto editado. En cualquier caso, me parece un buen síntoma descubrir que en este tiempo he podido crear una posición personal frente a este tema, que mi práctica se he visto impactada por estas ideas, y ha retroalimentado mis propias percepciones. Por otro lado, la reflexión evidencia mis rutas de interés actual (emergencia, sistemas complejos, teoría de redes, sociedad en transición, entre otras cosas), así como algunas preguntas que no tienen respuesta aún, y que redefinen las fuentes de información de mi PLE. Me pregunto, obviamente, en dónde estaré en tres años más, y eso hace que me sienta muy contento respecto al camino recorrido hasta ahora. Por supuesto, también me hace pensar en cómo (y por dónde) tiene sentido seguir.
Para mi, este ejercicio es una de las evidencias más claras de mi propio aprendizaje. Si mi blog no existiera, y si no asumiera las presentaciones como excusas para aprender, no podría tener esa evidencia. Una razón de peso para tratar de seguir escribiendo. 🙂
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