Una historia de evaluación (calificación)…

Hace más o menos un año me encontré con Technopoly, un fascinante libro de Neil Postman (de inicio de los años 90) en donde leí una historia que no conocía, a pesar de ser "usuario" del sistema educativo durante la mayor parte de mi vida.  No está de más aclarar que Technopoly presenta una mirada bastante crítica (y curiosamente actual, diría yo), frente a un montón de ideas y creencias que "damos por hecho" en nuestra vida diaria.

(Por cierto, la misma expresión "dar por hecho" a menudo pasa inadvertida.  Literalmente, significa que se está asumiendo como un hecho -esto es, algo existente como parte de una realidad objetiva- algo que no lo es necesariamente.  Otros hablarían de la connotación mítica de la situación que se da "por hecho".   Pero esa es otra historia).

Aquí está lo que cuenta Postman:

Aquí, me gustaría dar sólo un ejemplo de cómo la tecnología crea nuevas concepciones de lo que es real y, en el proceso, socava concepciones antiguas. Me refiero a la práctica aparentemente inofensiva de la asignación de grados o calificaciones a las respuestas que los estudiantes dan en los exámenes. Este procedimiento parece tan natural a la mayor parte de nosotros que difícilmente nos damos cuenta de su significado. Puede que incluso nos resulte difícil imaginar que el número o la letra es una herramienta o, si se quiere, una tecnología, y menos aún que, cuando utilizamos tal tecnología para juzgar el comportamiento de alguien, hemos hecho alguna cosa peculiar. En efecto, la primera instancia de clasificación del trabajo de los estudiantes se produjo en la Universidad de Cambridge en 1792 por sugerencia de un tutor llamado William Farish. Nadie sabe mucho acerca de William Farish, no más que un puñado de personas ha oído hablar de él. Y sin embargo, su idea de que un valor cuantitativo debería ser asignado a los pensamientos humanos fue un paso importante hacia la construcción de un concepto matemático de la realidad. Si se puede dar un número a la calidad de un pensamiento, entonces un número puede ser dado a las cualidades de misericordia, amor, odio, belleza, creatividad, inteligencia, incluso a la cordura misma. Cuando Galileo dijo que el lenguaje de la naturaleza está escrito en las matemáticas, no tenía intención de incluir los sentimientos, o los logros o revelaciones humanas. Pero la mayoría de nosotros estamos ahora dispuestos a incluir estas cosas. Nuestros psicólogos, sociólogos y educadores encuentran prácticamente imposible hacer su trabajo sin números. Creen que sin números no pueden adquirir o expresar conocimiento auténtico.

No voy a argumentar aquí que esta es una idea estúpida o peligrosa, sólo que es peculiar. Lo que es aún más peculiar es que muchos de nosotros no consideramos que sea una idea peculiar. Decir que alguien debería estar haciendo un mejor trabajo porque tiene un coeficiente intelectual de 134, o que alguien es un 7,2 en una escala de sensibilidad, o que el ensayo de este hombre sobre el ascenso del capitalismo es una A- y que el de aquel es un C+ habría sonado como un galimatías a Galileo o Shakespeare o Thomas Jefferson. Si tiene sentido para nosotros, es porque nuestras mentes han sido condicionadas por la tecnología de los números de manera que vemos el mundo de manera diferente que ellos. Nuestra comprensión de lo que es real es diferente. Lo que es otra manera de decir que en cada herramienta está incrustado un sesgo ideológico, una predisposición a construir el mundo como una cosa en lugar de otra, a valorar una cosa sobre otra, a amplificar un sentido o una habilidad o una actitud con más fuerza que otra.

Debo confesar que nunca, a lo largo de mi vida como estudiante o como profesor, me había preguntado de dónde venían las notas que primero sufría y más adelante asignaba.  Supongo que siempre fue algo que "di por hecho".  Por eso resultó tan significativa la historia de Postman.  A esto sumemos la perspectiva de comprender que algo como una nota puede ser visto, efectivamente, como una tecnología.  Esa comprensión, y la observación del efecto que tal tecnología ha tenido en mi propia vida escolar/académica, lleva a una dimensión completamente diferente la discusión acerca de los efectos del uso del computador, no sólo en los espacios educativos sino en la práctica personal.

Por supuesto, esta es sólo una historia de cómo inicia la práctica de "calificar", y no desconoce todo un trabajo contemporáneo que no sólo justifica sino que busca sofisticar el proceso de evaluación y calificación.  En cualquier caso, es curioso pensar  en cuál habría sido el efecto de las calificaciones en algunos personajes históricos (digamos, personas como Da Vinci, Kepler o el mismo Galileo), y si sus logros habrían sido reconocidos de la manera en la que lo hacemos hoy.

Ahora, es aún más curioso cuando uno piensa en cuáles pudieron ser las motivaciones de Farish para proponer el sistema que propuso. Thom Hartmann, en un libro relacionado con el Síndrome de Desorden de Atención (ADHD) llamado The Complete Guide to ADHD: A Hunter in Farmer's world, se lanza a sugerir cuáles pudieron ser tales motivaciones (esta parte del libro se encuentra en este post y es mencionada en una sección de un wikibook de Jennifer Scarce).  No está de más mencionar que, al no conocer las fuentes de Hartmann, es difícil decir si esto es especulación o está respaldado por documentos históricos:

Thomas Jefferson fue posiblemente uno de los estadounidenses mejor educados de su tiempo. Era culto, reflexivo y conocedor de una amplia variedad de temas, desde las artes a las ciencias, y el fundador de la Universidad de Virginia. Probablemente, lo mismo se podría decir de Ben Franklin, o de James y Dolly Madison. En el escenario mundial más grande, podríamos hacer tales afirmaciones sobre René Descartes, William Shakespeare, Galileo, Miguel Ángel, y Platón.

Pero hay una cosa única sobre la educación de toda esta gente, que es diferente de la suya, la mía, y la de nuestros hijos: ninguno de ellos recibió jamás calificaciones. Todos estuvieron en escuelas o tuvieron maestros que trabajaban exclusivamente en un sistema de aprobación/no aprobación. [...]  Así funcionaron las cosas desde 98.000A.C hasta 1800D.C aproximadamente.  Entonces apareció William Farish. [...]

Conocer a sus alumnos, uno podría suponer, era un problema para Farish. Significaba trabajo, interactuando y participando a diario con cada niño. Significaba prestar atención a sus necesidades, a su comprensión, sus estilos de aprendizaje. Significaba que hay un límite sobre el número de estudiantes que podía llegar a conocer, y por lo tanto un límite en la cantidad de dinero que podía ganar.

Así que Farish inventó un método de enseñanza que le permitiría procesar más estudiantes en un período de tiempo más corto. Inventó las calificaciones. (El sistema de calificación se había originado anteriormente en las fábricas, como una manera de determinar si los zapatos, por ejemplo, hechos en la línea de montaje estaban "a la altura." Se usaba como punto de referencia para determinar si los trabajadores debían ser pagados, y si los zapatos podían ser vendidos.)

Las calificaciones no hicieron más inteligentes a los estudiantes. De hecho, tuvieron el efecto contrario: hicieron más difícil tener éxito para los niños cuyo estilo de aprendizaje no coincidía con la forma didáctica, auditiva de la enseñanza magistral utilizada por Farish. [...]

Las calificaciones no estimularon a los alumnos, o compartieron con ellos un amor contagioso por el objeto de estudio. Lo contrario sucedió, de hecho, pues el efecto normativo de las calificaciones actuó como una manta de amortiguación para cualquier erupción de entusiasmo, cualquier intento de profundizar en un tema, cualquier discusión sobre un mayor significancia o aplicación práctica de los contenidos.

Lo que las calificaciones hicieron, sin embargo, fue aumentar el salario de William Farish, mientras que, al mismo tiempo, reducían su carga de trabajo y las horas que necesitaba para excavar en las mentes de sus estudiantes para saber si comprendían un tema: su sistema de clasificación lo haría por él. Y lo haría con la misma eficacia para veinte o para doscientos niños.

Farish trajo las calificaciones al salón de clases, y la transformación fue a la vez súbita y sorprendente: una revolución tan rápida y abrumadora como la Revolución Industrial de la que había surgido. En una generación, el aula de clase pasó de ser un lugar donde se escuchaba de manera ocasional el discurso de un famoso pensador al lugar de instrucción diaria ordinaria. [...]

Sin calificaciones, el aula-línea de montaje no sería posible. Con las calificaciones, fueron descubiertas categorías enteras de niños que no cabían en la cinta transportadora, proporcionando un nuevo espacio de empleo para los adultos que diagnosticarían, tratarían y remediarían estos recién descubiertos niños con "desórdenes de aprendizaje".

La responsabilidad por el éxito del aprendizaje pasó de los maestros para los alumnos: cuando los niños fallaban, era su propia culpa, porque claramente tenían un defecto o desorden de algún tipo. Un proceso de selección y descarte de los inadaptados comenzó (al igual que en la fábrica de zapatos), recompensando hasta hoy lo "estándar" e hiriendo lo "diferente".

Con esto, Farish parece un personaje bastante siniestro.  Sin embargo, es importante mantener presentes algunas cosas.  Para empezar, tendríamos que saber si en realidad la Universidad de Cambridge usaba el sistema de pago por estudiante en la época de Farish, y si su motivación era de ganancia económica ("aumetnar su salario") o simplemente intentaba buscar un mecanismo más "eficiente" para evaluar el aprendizaje de los estudiantes (como sugiere Postman).  De lo contrario estamos en terreno especulativo.

Tendríamos también que diferenciar entre el salón de clase de la Universidad y el de otros escenarios educativos, pues la educación básica obligatoria apareció en Prusia en 1787, y existe evidencia de que el estilo de clase magistral era habitual en las universidades europeas más antiguas, junto con los grupos de estudio.  De lo contrario, corremos el riesgo de realizar generalizaciones que pueden no ser válidas, y de confundir lo que hacía Farish en Cambridge con lo que hacían otros tutores de la época.

Ahora, lo que tal vez puede decirse sin tanto reparo es que la aparición de las calificaciones era inevitable en esta época de Revolución Industrial, y que si Farish no las hubiera propuesto, alguien más lo habría hecho.  El aumento de población que generó la Revolución Industrial, ligado a las demandas crecientes por mano de obra en la medida en que la industria se expandía, hicieron inevitable buscar mecanismos para preparar a un número creciente de personas para las demandas de esa sociedad (¿suena parecido a algo más actual?).  Y dentro de la lógica de una línea de producción (Farish era del área de ingeniería), los números se vuelven un mecanismo sencillo para valorar si algo está o no cercano a un estándar esperado.

Tal vez es indiscutible que la calificación es una buena tecnología para evaluar cuantitativamente algunas cosas.  Pero no todas las cosas.  El lío es que cuando se produce una primera adaptación, nuevas adaptaciones son inevitables, y poco a poco un sistema que tal vez el mismo Farish veía como una prueba de concepto (volvemos a la especulación), terminó siendo adoptado a gran escala por los nacientes sistemas educativos formales de los países europeos, y transferido luego al continente americano.  Y no puedo evitar preguntarme hasta qué punto ocurre lo mismo actualmente con la gran cantidad de diversas tecnologías que tenemos a nuestra disposición.

El punto, al final, es que la calificación afecta la forma en la cual se percibe el proceso educativo, para bien o para mal (como diría McLuhan y refuerza Postman, el medio es el mensaje).  Lleva, por ejemplo, a buscar cómo lograr el mayor beneficio con el menor esfuerzo. O a estar satisfecho con un mínimo logrado.  Y cuando se suma a esto la estandarización de currículos/competencias que deberían ser desarrolladas/aprendidas por toda una población (lo cual es indispensable para mantener una economía en constante crecimiento y sustentar a una población creciente y con altas expectativas de vida), el asunto se enreda un poco más.

Justamente ayer veía un documental de BBC acerca de niños diagnósticados con ADHD y que pasan su vida medicados, y no podía evitar pensar en cuántos de nuestros niños están creciendo "a media máquina", con su capacidad 'estandarizada' gracias a la medicación (y sin desconocer que existen casos en los que la medicación es realmente necesaria).  Hace días veía esta charla de Cameron Herold (en TEDxEdmonton), en la que le sugería a los asistentes (por otras razones) que eviten la medicación para sus hijos.  Y hoy me encuentro con una escuela (The Hunter School, fundada por Hartmann) dedicada a la educación de niños con ADD, ADHD y Asperger, pero basada precisamente en la lógica de que un sistema "estandarizado" no puede dar cuenta ni de la diversidad de estilos de aprendizaje, ni de las diversas características de quienes participan en el sistema (y eso sin entrar en especulación adicional respecto a cuáles podrían ser las razones del aumento de casos de estas condiciones, que da para una discusión más larga).  La duda es cómo reconocemos y facilitamos el potencial de todas las personas que no "caben en la banda transportadora", sin desconocer que efectivamente existen desórdenes reales que requieren un tratamiento especial (como la dislexia, por ejemplo).

Miro alrededor, y me pregunto qué podríamos hacer al respecto.  Y pienso acerca de la relación que existe (al menos localmente) entre las calificaciones y la certificación de una institución educativa.  Y pienso también en la autonomía creciente que tienen no sólo las instituciones de educación superior sino las de educación básica y media para plantear procesos de evaluación (al menos en Colombia), y me pregunto cómo podemos avanzar hacia una forma diferente de concebir la evalaución, que promueva más la autonomía y la auto-regulación.  Pienso en iniciativas como la de Olga Agudelo, de la que hablaba en mi presentación para K12Online el año pasado y me digo que tal vez, al final, se trata precisamente de "entregar las llaves", y de construir autonomía a tal punto que un estudiante sea capaz de expresar sin temor alguno si sabe o no lo que se supone que debe saber.  Por supuesto, cómo abordar esto cambia según el nivel educativo.  No existe una solución única.  Para el caso de la educación básica, por ejemplo, esto sería algo que sólo podría abordarse con la participación activa de los padres de familia.  Para el caso de la educación superior, tal vez dependerá del área específica de conocimiento.

Pero en general, me temo que depende de que quienes intervenimos en el sistema pensemos sobre los orígenes y consecuencias de las herramientas/tecnologías que usamos en nuestra práctica, y nos arriesguemos a cuestionar los porcentajes, números, letras y métodos que hemos usado toda nuestra vida y que se han convertido en parte del "paisaje".

Obviamente, quedan mil dudas abiertas, pero tan sólo iniciar una discusión sobre los orígenes e intenciones originales de lo que hacemos, digo yo, tendría que alterar de alguna manera nuestra perspectiva.

Si está interesado en saber más sobre Technopoly, hay una entrevista en C-SPAN a Neil Postman (de 1992), así como una transcripción de la misma.  Por otro lado, hace poco más de un año escribí sobre otro texto de Postman, igualmente interesante: 5 cosas que necesitamos saber sobre el cambio tecnológico.

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Sobre el autor

Soy Diego Leal . Mi propósito es ayudar a individuos y organizaciones educativas a descubrir un sentido de posibilidad frente al futuro, por medio de experiencias de aprendizaje innovadoras y memorables. Me sorprende lo poco que sabemos y lo mucho que creemos saber.




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